Resumen
El estatuto de una
sociedad debe prever cuál será su capital. La ley argentina establece una cifra
mínima para constituir una sociedad anónima, pero nada dice en relación a los
otros tipos societarios. Un sector de la doctrina sostiene que debe existir una
adecuada relación entre el capital y el objeto de una sociedad. Se ha intentado
justificar esa exigencia en las disposiciones del artículo 1 de la Ley General
de Sociedades, pero resulta que esa norma no refiere siquiera a la
problemática. También se pretendió fundarla en las resoluciones de la
Inspección General de Justicia, pero ellas solo son exigibles a las sociedades
radicadas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y su constitucionalidad es,
cuanto menos, dudosa. Tampoco resulta convincente justificar esa exigencia en
la importancia del capital como fondo de desarrollo económico de la sociedad,
pues en la actualidad, ellas ya no necesitan de recursos propios para comenzar
a funcionar. No es acertado explicar esa obligación en la función de garantía
del capital porque este ha perdido su importancia, y ni siquiera es considerado
como un índice relevante para contratar u otorgar un crédito a la sociedad.
Finalmente, se pretendió justificar la exigencia afirmando que la limitación de
responsabilidad de los socios en algunos tipos de sociedad es un privilegio que
solo puede concederse cuando la sociedad tiene un capital adecuado; sin
embargo, entendemos que ese requisito se cumple si la sociedad satisfizo la
cifra mínima exigida por la ley, y no puede por ello abrogarse la limitación de
la responsabilidad arguyendo que esa cifra no corresponde al objeto societario.
La creación de una
sociedad presupone que los socios realicen aportes con los que se forma el
capital de la nueva persona jurídica. En el derecho argentino, conforme lo
establece el inciso 4 del artículo 11 de la Ley General de Sociedades, el
instrumento de constitución de una sociedad (el estatuto) debe prever de manera
expresa la cuantía de ese capital (expresado en moneda argentina) y debe
mencionar el aporte de cada socio[1]. Sin embargo, la mentada
Ley General de Sociedades no precisa ni determina cuáles son los montos mínimos
de capital que deben satisfacerse en cada uno de los diferentes tipos
societarios admitidos en el ordenamiento positivo. Solo para la sociedad
anónima, establece el artículo 186 de la Ley General de Sociedades, que debe
fijarse una cifra mínima de capital[2], sin que exista una norma
similar para los restantes tipos de sociedades como las de responsabilidad
limitada, las colectivas, las de capital e industria, etc[3].
La importancia de esa
omisión es minimizada por un sector de la doctrina vernácula que sostiene que
la previsión normativa que exige dotar a este tipo de persona jurídica con una
cifra mínima de capital tiene una importancia menor y que lo que realmente
interesa es que exista una adecuada y razonable relación entre el capital y el
objeto de la sociedad (Zaldívar, Manóvil, Ragazzi & Rovira, 1976),
entendido este último como el conjunto de actividades previstas en el estatuto
fundacional que los socios se proponen cumplir bajo el nombre social[4] (Colombres, 1972).
Así las cosas, el
propósito de este artículo es analizar los argumentos con los que se justifica
y fundamenta esa tesis y sopesar las eventuales consecuencias de su
inobservancia.
Nuestra hipótesis de
trabajo es que, de lege lata, no existe en el ordenamiento positivo societario
argentino una norma que obligue a las sociedades a tener un capital que se
adecue a su objeto y que, de lege ferenda, la conveniencia de su
introducción es, cuanto menos, dudosa.[5]
En los próximos acápites
analizaremos entonces los fundamentos dogmáticos a los que se recurre para
justificar la exigencia de que exista una adecuada relación entre el objeto y
el capital de la sociedad y constataremos, en cada caso, si ellos son correctos
y pueden efectivamente utilizarse con ese propósito.
Argumentos
para justificar la exigencia de una relación entre objeto y capital social
El
artículo 1 de la Ley General de Sociedades
En una visión cuanto menos
sutil, un sector de la doctrina afirma que la exigencia de una adecuada
relación entre el capital y el objeto de una sociedad deriva del artículo 1 de
la Ley General de Sociedades que, recordemos, establece que habrá sociedad
comercial cuando una o más personas “se obliguen a realizar aportes para
aplicarlos a la producción o intercambio de bienes o servicios”.
Con ese punto de partida,
la redacción de esa norma, puede inferirse la intención del legislador de
imponer la obligación de que exista una relación de suficiencia o, cuanto
menos, de mínima proporcionalidad entre el capital y el objeto de la sociedad (Butty,
1989; Nissen, 2000).
Por nuestra parte no
podemos coincidir con esta interpretación, pues consideramos que, ni de la
redacción ni del espíritu del artículo 1 de la ley puede concluirse la
exigencia de la mentada obligación, puesto que el deber de realizar aportes y
el destino que ellos tendrán (en este caso la producción o el intercambio de
bienes y servicios) no está en ese artículo ni cuantificado ni calificado,
razón por la que entendemos que esa norma no es útil para justificar la
exigencia que analizamos, excepto que se fuerce al extremo la interpretación de
la misma y se la haga decir algo que, en realidad, ella no dice.
Es cierto, y no lo
desconocemos, que existen reglas de interpretación de las normas jurídicas que
permiten modificar su alcance y extenderlo (interpretación modificativa
extensiva)[6] cuando ellas fueron
expresadas con excesiva estrechez[7], pero también es cierto
que ese método de interpretación no puede ser el pretexto para sacar
conclusiones distantes, que no pudieron siquiera ser avizoradas en el momento
de sancionarse la mentada norma, razón por la que no surgen ni de la letra ni
del espíritu de la misma.
Y justamente ello es lo
que ocurre si se pretende justificar con lo dispuesto en el artículo 1 de la
Ley General de Sociedades, la exigencia de que exista relación entre el objeto
y el capital de una sociedad comercial, lo cual —como referimos— no fue
siquiera vislumbrado por el legislador al sancionar dicha norma.
Las
resoluciones de la Inspección General de Justicia
También se ha justificado
la exigencia de una adecuada relación entre objeto y capital social con las
disposiciones contenidas en diferentes resoluciones de la Inspección General de
Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires —en adelante IGJ— (Nissen,
2000).
Ya en los años 80 la IGJ dictó
una resolución general[8] en cuyo artículo 18, luego
de admitir que las sociedades podían incluir como objeto social en el acto
constitutivo una pluralidad de actividades, exigió que esas actividades guarden
una razonable relación con el capital social.
En el año 2004, ese
organismo reforzó su postura y dictó la resolución general número 9/04 que
modificó el artículo 18 de la resolución general número 6/80 y estableció que
el objeto de la sociedad, como conjunto de actividades que se propone realizar
el ente, debe ser único y su mención debe efectuarse en forma precisa y
determinada, mediante la descripción concreta y específica de las actividades
que contribuirán a su efectiva consecución, precisando luego que será admisible
la inclusión de otras actividades (también descritas en forma precisa y
determinada) únicamente si las mismas son conexas, accesorias o complementarias
de las actividades que conducen al desarrollo del objeto social y que el
conjunto de dichas actividades guarden razonable relación con el capital
social.
En esa resolución se
dispuso también que la IGJ puede exigir una cifra superior a la fijada en el
acto constitutivo (aun en la constitución de sociedades por acciones con la
cifra mínima del artículo 186 de la Ley General de Sociedades) si advierte que,
en virtud de la pluralidad de actividades, el capital social resulta
manifiestamente inadecuado.
Posteriormente, el
artículo 66, último párrafo de la resolución general de la IGJ número 7 del
2005, estableció algo similar y dispuso que el objeto social debe ser único,
que su mención debe efectuarse en forma precisa y determinada, y que el
conjunto de las actividades descritas debe guardar razonable relación con el
capital social.
Sin duda, estas
resoluciones de la IGJ podrían representar un serio argumento a favor de la
obligatoriedad de que exista una relación entre el objeto y el capital de una
sociedad.
Sin embargo, ese
fundamento pierde importancia si se considera, por un lado, que en virtud de la
organización federal de nuestro país las mentadas resoluciones obviamente son
solo y únicamente aplicables a las sociedades radicadas en la jurisdicción en
donde la IGJ tiene competencia (esto es la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) y,
por otro lado, que la constitucionalidad de esas resoluciones es, cuanto menos,
dudosa.
En efecto, la conformidad
de las citadas resoluciones con las normas y principios constitucionales de la
Argentina ingresa en una zona de crisis cuando se advierte que imponer a las
sociedades obligaciones para su constitución, que no están previstas en la Ley
General de Sociedades, adolece de dos gruesos defectos: excede el marco de competencia
funcional de la IGJ, pues resulta exorbitante para las funciones de
registración que le otorga la normativa que crea ese ente (Ley 22135, 1980,
artículo 2) y vulnera la jerarquía normativa de nuestro ordenamiento jurídico, representada
por Kelsen como una pirámide jurídica y por Austin como un sistema de
arborescencia (Raz, 1986), en tanto una norma de menor rango —una resolución de
la IGJ— pretende modificar sustancialmente una norma de grado superior —la Ley
General de Sociedades—, imponiendo exigencias para la creación de sociedades
que no fueron previstas ni contempladas en esta última.
El
capital como fondo del desarrollo de las actividades de la sociedad
En igual dirección se ha
intentado justificar el deber de que exista una adecuada relación entre el
objeto y el capital, dada la importancia de este último como fondo de
desarrollo económico de la sociedad (Halperín, 1972).
En efecto, recordemos que
una de las finalidades del capital de una sociedad es ser el fondo común al que
se recurre para poder financiar sus actividades. Los bienes aportados por los
socios fundadores (normalmente dinero en efectivo, vehículos, inmuebles,
muebles, útiles, etc.) son entonces una fuente genuina para financiar las
actividades del ente en esa etapa fundacional y hasta tanto este genere sus
propios recursos (Manóvil, 1996, p. 601).
En ese orden de ideas, y
en una suerte de sobreestimación de la importancia del capital social como
fondo de desarrollo, se sostiene que es imprescindible que la cifra prevista en
el estatuto guarde relación con el objeto de la sociedad e incluso se afirma
que si ello no ocurre, no debe siquiera inscribirse la misma en el registro
público de comercio (Butty, 1989).
Nos permitimos discrepar
con esa tesis fundamentalmente porque creemos que la importancia de la función
del capital social como fondo de desarrollo de la sociedad es hoy dudosa. Por
un lado, porque en la actualidad las sociedades no necesitan, ni siquiera en la
etapa fundacional, de recursos propios para comenzar a funcionar, pues el
sistema capitalista moderno permite un fácil acceso al crédito (empréstitos,
emisiones de títulos mobiliarios, cotización en la bolsa de valores, etc.) y la
sencilla posibilidad de postergar los desembolsos económicos (mediante la
emisión de cheques de pago diferido, títulos de crédito, etc.) hasta que la sociedad
genere sus recursos propios, sin necesidad de echar mano del capital originario
(López Tilli, 2010). Por otro lado, porque la cifra de capital prevista en el
estatuto es normalmente superada al poco tiempo de iniciarse las actividades
societarias, y es habitual que las sociedades, a poco de andar, tomen créditos
de sus propios socios o de terceros, incrementado de esa manera la
disponibilidad económica para perseguir sus objetivos, lo cual disminuye
sustancialmente el rol y la importancia de la cifra consignada en el estatuto y
de los montos aportados por los socios en el momento fundacional del nuevo
ente.
Por lo demás, y en lo que
respecta a la posibilidad de negar la inscripción de una sociedad por la falta
de una adecuada relación entre el capital y el objeto, creemos que ello es un
exceso, y que se trata de una determinación que se encuentra fuera de la órbita
de competencia y de las facultades del registro público de comercio.
Precisar cuál es el
capital adecuado que debe tener una sociedad para cumplir su objeto es una
tarea sumamente compleja, sobre todo, porque es muy frecuente que estas
personas jurídicas, para evitar realizar permanentes modificaciones en el
estatuto, prevean objetos amplios y ambiciosos, que la mayoría de las veces no
son ni remotamente los que en definitiva perseguirán, razón por la que mal
podría sopesarse si el capital previsto por una sociedad se ajusta a las
necesidades de su objeto cuando, en realidad, no se sabe a ciencia cierta cuál
será la real actividad de la misma.
Además, es sumamente
difícil establecer criterios objetivos que permitan saber si un determinado
monto de capital será suficiente para cumplir el objeto societario, criterios
sin los cuales se ofrece un flanco abierto de discrecionalidad y arbitrariedad
de quienes deban ejercer el control. Y justamente con relación a este punto, es
también muy complejo determinar cuál organismo o funcionario tendrá la tarea,
deber y responsabilidad de juzgar cuál es el capital adecuado que debe tener
una sociedad en función de su objeto.
Es cierto, y no lo
desconocemos, que un sector de los autores y de la jurisprudencia sostienen que
esas funciones son competencia del registrador (Nissen, 2000), pero entendemos
que esa delegación doctrinaria y pretoriana (pues no hay ninguna norma que lo
haga) es impropia porque significa otorgar a ese funcionario tareas que exceden
sus conocimientos, preparación y competencias, y lo obligan a tomar decisiones
que, en definitiva, resultan infundadas y arbitrarias.
La
función de garantía del capital social
También se pretendió
justificar la necesidad de que exista una adecuada relación entre el objeto y
el capital de una sociedad en la función de garantía patrimonial que tiene este
último frente a terceros que, de una u otra manera, se vinculan con el ente y
resultan —a la postre— sus acreedores, sea porque contratan con la sociedad (y
tienen con ella vínculos comerciales, laborales, etc.) o bien porque tienen una
acreencia derivada de la responsabilidad extracontractual.
En ese orden de ideas, se
afirma que cuando el capital de una sociedad no es congruente o es
desproporcionado con su objeto, no puede cumplir su función de “cifra de
retención” del patrimonio impuesta por la ley en garantía de los acreedores de
la sociedad y en seguridad del cobro de sus créditos (Chuliá, 1986). Cuando
ello ocurre, se traslada el riesgo empresario de los socios a los acreedores de
la sociedad, que pueden resultar víctimas de un engaño ya que, lo que se
presenta en el mercado como una empresa sólida y próspera, puede en realidad
ser una firma sin solvencia para afrontar sus obligaciones.
Además, se afirma que
cuando no existe una adecuada correspondencia entre el capital y el objeto, la
sociedad se encuentra en una situación de “pérdida del capital” o de
“imposibilidad (ex origine o sobreviniente) de cumplir su objeto”,
circunstancias en las que la misma no puede girar y debe disolverse en virtud
de lo dispuesto por los incisos 4 y 5 del artículo 94 de la Ley General de
Sociedades (Nissen, 2000)[9]; incluso se sostiene que
cuando esa incongruencia se presenta en la etapa fundacional de la sociedad,
debe denegarse la inscripción de la misma en el registro público de comercio[10].
A pesar de que el
razonamiento expuesto en los párrafos anteriores puede parecer en una primera aproximación
atractivo, creemos que cuando se lo analiza en profundidad tiene una lógica
vulnerable, fundamentalmente, porque el capital social ha perdido en los
tiempos actuales su importancia y utilidad como garantía para los acreedores de
la sociedad.
En efecto, el capital ya
no es considerado como un índice relevante para tomar la decisión de celebrar
un contrato con una sociedad o para otorgarle crédito (Roitman, 2006). En ambos
casos, el cotejo de la cifra consignada en el estatuto cedió su importancia a
la indagación de la verdadera situación patrimonial de la sociedad (que será
—en definitiva— la única manera de sopesar su solvencia) y de su liquidez,
determinada por los flujos de fondos esperados —cash flow— (Ross,
Westerfield & Jaffe, 2002; Kieso, Weygandt & Warfield, 2013).
Por esos motivos, la falta
de una adecuada relación entre el capital y el objeto de la sociedad, no
implica inexorablemente, ni puede ser asimilada a la situación de pérdida del
capital, ni significa, mucho menos, la imposibilidad de lograr el cumplimiento
del objeto societario.
Por otro lado, es dudoso
que la falta de congruencia entre el objeto y el capital social implique
trasladar el riesgo empresario de los socios a la comunidad porque —como
referimos— en las economías modernas las empresas tienen amplias posibilidades
de asistencia crediticia, (mediante empréstitos, emisiones de títulos
mobiliarios o cotización en la bolsa de valores, etc.) lo cual disminuye
sustancialmente el rol y la importancia del capital consignado en el estatuto y
aportado por los socios en el momento fundacional del nuevo ente.
En ese orden de ideas, son
los financistas (y no la comunidad como impropiamente se piensa) quienes
asumirán los riesgos derivados de la falta de adecuación entre el capital y la
actividad que se propone realizar una sociedad, lo cual a la postre es
sumamente positivo, pues obviamente ellos tienen mejores y mayores
conocimientos que un funcionario del órgano de control (por ejemplo el registrador
de la igj) para sopesar planes de negocio, estructuras de financiamiento,
evolución de ingresos y egresos, etc.
Por lo demás, resulta
paradójico que, en estos tiempos en los que la propia noción del capital social
está en crisis[11],
un sector de la doctrina no solo sostenga su importancia, sino que incluso
exacerbe la misma, exigiendo que tenga una adecuada relación con el objeto de
la sociedad[12].
La
abrogación de la limitación de la responsabilidad
Finalmente, se pretendió
justificar la necesidad de que exista una adecuada relación entre objeto y
capital, con la limitación de responsabilidad de los socios que prevén ciertos
tipos societarios, como por ejemplo las sociedades anónimas y las de
responsabilidad limitada.
Recordemos que la mayoría
de las legislaciones occidentales contemplan la posibilidad de constituir
sociedades en las cuales la responsabilidad de los socios se circunscriba a
concretar los aportes comprometidos y, en consecuencia con ello, no deban estos
atender con su propio patrimonio las obligaciones contraídas por el ente del
que forman parte que, por cualquier motivo, resulten insatisfechas.
Con ese punto de partida,
se sostiene que esa limitación de la responsabilidad es un privilegio o
prerrogativa que solo puede concederse en aquellos casos en los que la sociedad
tenga una adecuada provisión de capital, razón por la cual las situaciones de
infracapitalización repercuten directamente en la acotación de responsabilidad
de los socios, reduciéndola y hasta abrogándola (Gricioni, 2004).
Esta tesis afirma entonces
que la infracapitalización permite que se responsabilice a sus socios y
controlantes por las obligaciones insatisfechas de la sociedad; cuando ella
fuera originaria (es decir, cuando surja de la misma constitución de la
sociedad) todos los accionistas deben responder por las obligaciones sociales,
sin posibilidad de invocar el beneficio de la limitación de la responsabilidad.
Cuando es sobreviviente, la inoponibilidad del beneficio de la limitación de la
responsabilidad es directamente aplicada a los socios controlantes (Gricioni,
2004), y a los socios que, sin serlo, puedan y deban conocer la situación
económica y financiera de la sociedad, en este último caso deberá analizarse la
conducta del accionista frente a la aprobación de los balances, aumentos de capital,
etc. (Nissen, 2000)[13].
Ahora bien, a pesar de que
en una primera aproximación los postulados de esta tesis son seductores, las
primeras debilidades aparecen a la hora de precisar cuándo debe considerarse
que una sociedad está en una situación de infracapitalización, pues en nuestra
opinión ello no ocurre cuando la sociedad previó la cifra mínima exigida por la
ley societaria, aun cuando ella no resulte proporcional o adecuada al objeto que
el ente se propone realizar.
Ello es así por cuanto,
aun cuando fuera cierto que la limitación de la responsabilidad de los socios
en algunas sociedades es un privilegio que exige como obvia contrapartida que
se otorgue al ente un capital adecuado, no deriva de ello que ese capital deba
ajustarse al objeto social, sino que solamente implica que deben satisfacerse
los mínimos legales previstos por la legislación societaria.
Por otro lado, la impropia
relación entre el capital y el objeto de una sociedad no puede afectar, ni
mucho menos implicar la derogación de la limitación de la responsabilidad de
los socios, por cuanto esa prerrogativa no puede abrogarse con liviandad, sin
una adecuada justificación dogmática.
Y obviamente esa
justificación no es adecuada cuando ella no deriva de la inobservancia de una
norma que impone la obligación de adecuar el capital al objeto de la sociedad,
sino únicamente de la contradicción de opiniones doctrinarias y antecedentes
pretorianos.
Distinto sería el caso si
nuestro ordenamiento positivo previera la obligación de las sociedades de fijar
su capital de acuerdo al objeto que el ente se proponga realizar, pues en ese
supuesto estaría justificado que la inobservancia de ese deber conllevaría a la
abrogación del beneficio de la limitación de la responsabilidad de los socios.
Sin perjuicio de ello no
podemos ni por un momento olvidar que la falta de adecuación del objeto al
capital social puede funcionar como una causa que justifique la sindicación de
responsabilidad a los controlantes y administradores societarios que fundaron
la sociedad, aunque en este caso el deber reparatorio podrá fundarse en la culpa
in contrahendo (Abdala, 2010)[14].
Conclusiones
El instrumento de
constitución de una sociedad comercial debe prever cuál será el capital del
ente. La ley societaria argentina prevé una cifra mínima de capital para
constituir una sociedad anónima, pero nada dice en relación a los otros tipos
societarios. Un sector de la doctrina resta importancia a esas previsiones
normativas y sostiene que, en realidad, lo que interesa es que exista una
adecuada y razonable relación entre el capital y el objeto de la sociedad.
Se ha intentado justificar
esa exigencia en las disposiciones del artí- culo 1 de la Ley General de
Sociedades, pero resulta que esa norma no se refiere a la problemática, razón
por la cual ni siquiera aplicando una regla de interpretación de la norma
jurídica modificativa extensiva puede inferirse que el objetivo de la misma sea
imponer la obligación de una relación entre el objeto y el capital de una
sociedad.
También se pretendió
fundar esa obligación en las resoluciones dictadas por la Inspección General de
Justicia, pero ocurre que, por un lado, ellas solo son exigibles a las
sociedades radicadas en la jurisdicción donde ese organismo es competente (la
Ciudad Autónoma de Buenos Aires) y, por otro lado, la constitucionalidad de
esas resoluciones es, cuanto menos, dudosa.
Tampoco resultan
convincentes los argumentos de quienes pretenden justificar la exigencia de una
adecuada relación entre capital y objeto de la sociedad en la importancia de
este último como fondo de desarrollo económico de la sociedad, pues, por un
lado, en la actualidad las sociedades no necesitan ni siquiera en la etapa
fundacional, de recursos propios para comenzar a funcionar (ya que el sistema
capitalista permite un fácil acceso al crédito) y, por otro lado, porque la
cifra de capital prevista en el estatuto es normalmente superada al poco tiempo
de iniciarse las actividades, lo cual disminuye sustancialmente su rol e
importancia.
Del mismo modo discrepamos
con la tesis que propone justificar la exigencia de que exista una adecuada
relación entre el objeto y el capital de una sociedad en la función de garantía
patrimonial que tiene este último frente a terceros, porque en los tiempos
actuales el capital social ha perdido su importancia como garantía para
acreedores y ya no es considerado como un índice relevante para celebrar un
contrato u otorgar un crédito a una sociedad.
Finalmente, se pretendió
justificar la mentada exigencia con la limitación de responsabilidad de los
socios que prevén ciertos tipos societarios, afirmando que ella es un
privilegio que solo puede concederse cuando la sociedad tenga una adecuada
provisión de capital. Discrepamos con esta posición, de un lado, por cuanto
entendemos que una sociedad que satisfizo la cifra mínima exigida por la ley
societaria no está en situación de infracapitalización, aun cuando ese capital
no sea proporcional al objeto y, por el otro, porque creemos que la abrogación
del privilegio de la limitación de la responsabilidad es una medida extrema que
no puede adoptarse con liviandad y sin una adecuada justificación dogmática.
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[1]
Una exigencia similar preveía el artículo 1649 del Código Civil (hoy derogado)
para las sociedades civiles, y establecía que los socios deben aportar
prestaciones de dar o de hacer y que, las primeras, integrarían el capital
social (Halperín, 1966).
[2]
Ese monto debe ser periódicamente revisado cuando el Poder Ejecutivo Nacional
lo considere necesario. Sin embargo, y a pesar de los altos índices de
inflación que durante muchos periodos económicos ha tenido Argentina, esta
cifra se mantuvo durante muchos años en $12000. En el 2012 fue elevada a
$100000 por el decreto 1331/2012 y desde entonces no se modificó, a pesar de
que la inflación real acumulada desde entonces es de más del 80%.
[3]
En el caso de las Sociedades de Responsabilidad Limitada (srl), cuando la ley
11645 las incorporó en el derecho argentino, exigía a estas un capital mínimo,
pero la reforma normativa que plasmó la ley 19550 no reeditó ese requisito. Un
sector de la doctrina sostiene que el abandono del capital mínimo obedeció a
que, de otra manera, los procesos inflacionarios terminarían por permitir que
se formasen sociedades con capitales exiguos (Mascheroni, 1979).
[4]
En esa dirección, Halperín (1972), quien afirma que en realidad no interesa que
nazca un gran número de sociedades, sino que estas sean viables y cuenten con
medios que aseguren una vida ulterior próspera.
[5]
Las razones por las que sostenemos que es dudosa la conveniencia de la
introducción de una norma que obligue a las sociedades a tener un capital que
se adecue a su objeto, son explicadas en los siguientes acápites.
[6]
Recordemos que la interpretación de una norma puede ser declarativa o
modificativa, atendiendo al alcance o extensión que el procedimiento de
exégesis le otorgue. La interpretación declarativa es la más corriente y su
objeto es el de explicar el texto de la ley, para lo cual se ciñe a lo que dice
la norma, limitándose a aplicarla a los supuestos estrictamente comprendidos en
ella, razón por la que se la concibe y nomina como interpretación gramatical o
literal. La interpretación modificativa, en cambio, modifica o endereza el
alcance de la norma cuando esta se aparta de la originaria intensión del
legislador y puede ser, a su vez, extensiva o restrictiva. La interpretación
modificativa extensiva amplía el alcance de la norma, mientras que la
interpretación modificativa restrictiva, por el contrario, limita el
significado propio de la expresión usada por la ley, restringiendo el alcance
de la norma y apartando supuestos que se encontrarían incluidos de acuerdo con
la redacción de su texto, pero que se entiende que no fue voluntad del
legislador comprenderlos dentro de esta (Trabucchi, 1967, p. 49).
[7]
Si resulta que la norma en su sentido lingüístico usual se queda a la zaga de
la voluntad auténtica de su autor, hay que ensancharla para que llegue a
alcanzarlo (Goldschmidt, 1983).
[8]
Resolución número 6/80 de la IGJ.
[9]
Véase al respecto el fallo de la Cámara Nacional Civil y Comercial de Santa Fe,
Sala II, in re Bocca SAS/Inscripción, sentencia del 2 de abril de 2006.
[10]
El difundido fallo de Enrique Butty (1980) rechazó la inscripción de una
sociedad de responsabilidad limitada por falta de relación entre el capital ($
1000000) y el objeto (construcción de inmuebles).
[11]
Recordemos que muchos autores minimizan la importancia de las funciones y del
propio capital social, hasta el punto de considerarlo fútil (Le Pera, 1986).
[12]
Por eso consideramos acertada la posición de los autores que proponen repensar
tanto la noción de capital, cuanto las funciones que corresponde atribuirle,
asumiendo que el criterio tradicional establecido en nuestra ley de sociedades
ha entrado en crisis, siendo la del año 1972 una concepción ortodoxa de capital
social (Araya, 1996).
[13]
Nissen (2000) sostiene también que la infracapitalización de la sociedad abre
las puertas para exigir la responsabilidad patrimonial de los socios y que
afirmar lo contrario implica privilegiar a los dogmas sobre el ser humano.
[14]
Véase al respecto Jhering (1861); Larenz (1975); Canaris (1964).
Abdala, Martín E. La relación entre el capital y el objeto de la sociedad en el derecho argentino. Revista Estudios Socio-Jurídicos, vol. 19, núm. 1, enero-junio, 2017, ISSN 0124-0579, pp. 63-78
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